Archive for julio, 2007

One Laptop per Child undergoes final beta version

julio 23, 2007

by Dawn Kawamoto
The $100-laptop project for children in emerging nations is headed toward the finish line.

928laptop550x413.jpg
928100laptop550x435.jpg

928morph550x4131.jpg

928instructions550x413.jpg


The One Laptop per Child (OLPC)
non-profit organization announced Monday its final beta version for the XO laptop.

Beta-4 (B4) will undergo final testing over the next few weeks, then enter mass production in October. The OLPC expects to ship 3 million XO laptops to more than three emerging nations, as part of this initial order, an OLPC spokesman said.

The OLPC has been particularly busy these past few weeks, gearing up for its final beta version, as well as striking a peace accord with Intel. Intel is joining the OLPC board and may serve as a potential supplier to the project.

Currently, AMD is supplying its Geode LX-700 chips to the XO laptop. Other components include 256MB of memory and 1GB of NAND flash, as well as a system designed to offer a fully readable display in bright sunlight, and durability to withstand water, dust clouds and a drop from as high as five feet.

Fuente: NewsBlog-CNET News

Links: Nicholas Negroponte, MIT The Media Lab, OLPC

Ocho municipios españoles impulsan la red Città Slow

julio 21, 2007

Rubielos de Mora (Teruel), (EFE). Ocho municipios españoles
dieron hoy en Rubielos de Mora (Teruel) los primeros pasos para impulsar
en España la red Città Slow, vinculada al movimiento «slow food», cuyo
objetivo es promover la calidad de vida de los ciudadanos.

En el Ayuntamiento de Rubielos de Mora, alcaldes y concejales de
Bigastro (Alicante), Mungía y Lekeitio (Vizcaya), Pozo Alcón (Jaén),
Begur, Pals y Palafrugell (Girona) se reunieron hoy para debatir los
parámetros que deben reunir los municipios que se quieran sumar a esta red.

La Città Slow, de la que ya forman parte un centenar de municipios
europeos, se fundó en 1999 en Italia al amparo de la Feria Slow Food de
Turín.

El alcalde de Lekeitio (Vizcaya), José María Cazalis, resumió el
concepto con la expresión «es lo que hacía mi abuela», para referirse a
un modo de vida respetuoso con el patrimonio, el medio ambiente y los
productos locales tanto artesanos como gastronómicos.

Cazalis dijo que municipios como el suyo cumplen con los requisitos
establecidos por la red, aunque les falta «la certificación», que
incluye realidades muy distintas.

Básicamente, explicó el concejal de Turismo del Ayuntamiento de
Palafrugell, Joan Aliu, son ciudades y pueblos con un máximo de 50.000
habitantes que rehabilitan sus centros históricos, atienden a la
conservación del patrimonio en sentido amplio y cuidan elementos como
las tradiciones artesanales y productos gastronómicos tradicionales.

Según Aliu, se pretende que los ciudadanos se impliquen en participar
para conseguir que sean ciudades con calidad de vida y no tanto en
función de si «son bonitos».

En su opinión, el ingreso en esta red que ahora nace en España es
también «una promoción turística» y, aunque los estatutos en elaboración
recogen unos parámetros comprobables para todos, cada municipio es una
realidad muy diferente.

Así, Palafruguell, municipio costero y turístico, que tiene unos 21.000
habitantes, compartirá objetivos con Rubielos de Mora, que sólo tiene
600 vecinos y está situado en plena Sierra de Gúdar, o Lekeitio
(Vizcaya) con un censo de 7.500, que en verano casi triplica hasta
alcanzar las 20.000 personas.

El alcalde de Rubielos de Mora, Ángel Gracia, dijo que el trabajo que
hoy están haciendo en su pueblo se centra en la adaptación de los
parámetros recogidos en la red italiana a la realidad española y marcar
los aspectos que deben auditarse para cualquier municipio que quiera
sumarse a la red.

Un trabajo que comenzó en Italia, en la última feria Slow Food de Turín,
y continuó en octubre de 2006 en Bigastro (Alicante), que tiene como
objetivos nombrar los productos locales gastronómicos y la atención que
se les presta, cuestiones de medio ambiente y de patrimonio, las gentes
del territorio, la agricultura y el concepto genérico de
«sostenibilidad».EFE

Fuente: SLOWFOOD

El Encanto del Slow

julio 21, 2007

VICENTE VERDU

La semana pasada estuve invitado a participar en la celebración del I Foro de Ciudades Slow en Bigastro. Bigastro es una pequeña localidad alicantina en la Vega Baja del Segura que como muchas de sus poblaciones vecinas se encuentra amenazada por la especulación. Su reacción, sin embargo, es insólita. En lugar de dejarse arrasar por los adosados se ha coaligado con otras «ciudades slow» de España como Pals, Begur, Palafrugell, Munguía, Lekeitio, Rubielos de Mora y Pozo Alcón que empiezan a formar la red de “ciudades lentas”, un movimiento que empezó en Italia y va ganando adeptos.

El movimiento de las cittá slow trata de crear junto a la de la trama de slowfood (comida lenta, comida natural) una fuerza de resistencia contra el desarrollo sin factor humano. Estas localidades se conjuran en defensa de los alimentos naturales, del campo, el aire, las energías limpias y la sostenibilidad.

Abrazan la idea de la vida sosegada, sin tensiones ni apuros superfluos. Defienden la vecindad y el trato humano, los productos alimentarios como un bien superior y la cocina como un patrimonio cultural de la Humanidad. Cualquiera estaría de acuerdo con sus principios y se alistaría en la defensa de sus fines. Todos menos los explotadores del suelo y del agua, del viento y del mar.

¿No habían concluido las utopías? He aquí, por lo que comprobé en Bigastro, el nacimiento y desarrollo de un ideal humano, personal y social, que contrasta vivamente con lo que se ha creído, la incuestionable fatalidad de los tiempos. En esta agrupación no se pide lo imposible. Se trata de conceder el valor, reconocido por el mismo mercado, a lo existente. El silencio, la naturaleza, los buenos tomates y patatas, son bienes altamente cotizados en la sociedad presente. ¿Por qué no hacer que se multipliquen deliberadamente? ¿Por qué esperar a que desaparezca un huerto para recuperarlo después con redoblados trabajos y costes? En Bigastro, la huerta que han abandonado unos pasa a ser cultivada por otros como “huertos de ocio”. Estos otros son jubilados y sus nietos, gentes solas que se reúnen con otras gentes. El campo, sin desaparecer, se enriquece con nuevos destinos. Al contrario del pensamiento único que no ve el porvenir a causa de su apresuramiento ciego, el movimiento slow crea sin cesar destinos. Al pobre sentido del enriquecimiento a secas sigue la sorprendente irrigación del sentido.

El triunfo de la lentitud

julio 21, 2007

KARELIA VÁZQUEZ

Es la nueva revolución. Un movimiento que triunfa en el mundo encabezado por aquellos que aspiran a recuperar la calma para saborear la vida. ‘Contra el agobio, pereza’ es el lema que arrastra a gentes, ciudades y profesionales que abogan por la conquista del tiempo.

En Londres, un estresado periodista económico de nombre Carl Honoré se dispone a leer un cuento a su hijo Benjamin antes de dormir. Es la clásica leyenda de príncipes y hadas. Interminable y aburrida para Carl, a quien espera la cena por terminar, las noticias de la tele y varios e-mails sin responder. Prueba a saltarse una página del libro, pero el pequeño de dos años le obliga a retroceder: “¡Papá, vas demasiado rápido!”. Carl recupera el pasaje perdido y mira a su hijo buscando alguna pista del tiempo que le queda para dormirse de una vez. Y así hasta que uno de los dos se agota. Esa noche le ha tocado al pequeño, que se duerme un minuto antes de que su padre pierda la paciencia. “Esto no puede seguir así”, piensa Carl, sintiéndose el hombre más egoísta del mundo, pero a la mañana siguiente tiene que coger un avión y va a contrarreloj. Razones de fuerza mayor.

Unos días después, Honoré hace tiempo en el aeropuerto de Roma para volver a casa. Rebuscando por las novedades de la librería da con un invento que le parece genial: ¡clásicos infantiles compactados en un minuto! “Uno que tiene el mismo problema que yo”, piensa, y se dispone a tirar de la tarjeta de crédito para traerse a casa el CD de Hans Christian Andersen comprimido para ejecutivos con hijos. Justo aquí, nuestro personaje sitúa el punto de no retorno de esta historia: “De repente pensé: ¡Dios mío, ¿en qué me estoy convirtiendo?”. La historia es real. Su protagonista, Carl Honoré, existe y sigue viviendo en Londres, pero hoy es conocido como un gurú antiprisa. Su libro Elogio de la lentitud (RBA, 2005) ha sido traducido a 25 idiomas y va por la sexta edición en España.

Todas las personas que hoy se confiesan defensores de la lentitud o incluso de la pereza, con posturas que oscilan entre la comprometida militancia y la sabia intuición, pueden identificar el punto de inflexión en que la propia aceleración de su ritmo de vida les hizo echar el freno y decir: “¡Hasta aquí hemos llegado!”.

Esta generación lleva a sus espaldas 150 años de velocidad frenética, que se iniciaron con la revolución industrial y han desembocado, por el momento, en el mundo acelerado que hoy disfrutamos, con Internet a la cabeza y aviones y coches supersónicos; pero también con engendros como el azucarillo de disolución ultrarrápida, para ejecutivos que no tienen tiempo de remover su café de la mañana, o la misa drive-through, una especie de funeral exprés al uso en Estados Unidos que consiste en colocar el ataúd a la entrada de la iglesia para que la gente pase en sus coches y desde allí tire una flor, se despida del difunto y salga pitando.

A día de hoy se esperaba que las máquinas hubiesen hecho mucho más por los hombres. “¿Os acordáis de cuando nos decían que los aparatos iban a trabajar por nosotros y que a finales del siglo XX la jornada laboral no pasaría de las 20 o las 25 horas semanales?”, pregunta a la audiencia John de Graaf, miembro de Take Back Your Time, una asociación estadounidense que convoca cada 24 de octubre el día de los relojes caídos. El auditorio de la conferencia asiente. “Pues aquí estamos, trabajando 200 horas más al año que en 1970”. Y es cierto. ¿Qué ha pasado con el tiempo que debía sobrar después de comprimirlo todo hasta la mínima fracción posible? En teoría debían quedarnos muchos minutos para nuestras cosas. Pero no ha sido así, el mundo de la velocidad ha disparado como nunca el consumo de ansiolíticos; la gente no sólo no dispone de más tiempo, sino que tiene la sensación de que no llega a nada y, sobre todo, de que no puede disfrutar de lo que ya ha conseguido porque continúa sin tener tiempo. Y time sigue siendo money.

Pero el personal empieza a rebelarse. El dato de las ventas del libro Elogio de la lentitud no es casual. Un éxito similar ha tenido en España otro ejemplar de nombre muy parecido, pero mucho más transgresor: Elogio de la pereza (Planeta, 2005). Su autor, Tom Hodgkinson, fundador de la revista The Idler (literalmente, El Vago), considera su obra “el manifiesto definitivo contra la enfermedad del trabajo”. A lo largo de sus casi 300 páginas da fórmulas para sacarle el cuerpo al trabajo, defiende el escaqueo como un arte que requiere la cooperación de los compañeros y suscribe la decisión del grupo anarquista Decadent Action de instaurar el lunes como “el día de llamar al trabajo y decir ‘estoy enfermo”. En Austria triunfa la Sociedad por la Desaceleración del Tiempo, que busca la piedra filosofal, el eigenzeit (el propio tiempo); en Japón, el Sloth Club con su eslogan Lo lento es bello; en Estados Unidos, Take Back Your Time aspira a convertirse en una plataforma social de activistas del tiempo. Asiáticos y anglosajones miran de reojo y con envidia la vida mediterránea: la España de la siesta, la Italia de la dolce vita. Puros mitos para turistas. Italia, harta de la tiranía de la velocidad, lidera el movimiento Slow Food en el mundo. En Grecia, según los datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), se trabaja aún más que en Estados Unidos. Y en España somos los últimos en echar el cierre en las oficinas, al filo de las nueve de la noche. Trabajamos unas 1.807 horas al año. Aun así, de momento conservamos como oro en paño los quince minutos del aperitivo y la hora y media o dos de las comidas. Un hábito que, según se mire, puede ser un arma de doble filo en la conquista del tiempo.

Todas estas filosofías, movimientos o asociaciones tienen en común una nueva escala de valores que podría resumirse en tres puntos: trabajar para vivir y no vivir para trabajar; disfrutar el presente y sacar tiempo para aprovechar lo que tenemos, y quitar el pie del acelerador e ir más despacio. Unos preceptos que pueden sonar muy sensatos, pero que tienen que luchar contra el descrédito que supone la lentitud en la era del kilobyte por segundo. Ser lento es ser un perdedor, carente de iniciativa, un torpe. ¿O no? Algo se está moviendo para que hasta el marketing esté apostando por la pachorra. Ahí tenemos ese eslogan de los calzados Camper, Camina, no corras, o la campaña de los helados Häagen-Dazs en el Reino Unido: el anuncio en cuestión anima a sacar el bote de la nevera y esperar 12 minutos antes de meter la cuchara. Entonces, y sólo entonces, habrá alcanzado el punto perfecto de suavidad y placer. El nuevo Volkswagen Beetle se vende en Japón con un reclamo en inglés: “Go slow”. Orange, la empresa de telefonía recién estrenada en España, ha basado su campaña británica de este año en la idea de que las cosas buenas de la vida, como jugar con los hijos o enamorarse, pasan cuando el teléfono está desconectado.

Palafrugell es un pueblo de la Costa Brava donde recala los fines de semana la gente que sale huyendo del tumulto urbanita de Barcelona. Allí se vive un poco más despacio, aunque sigue habiendo mucho coche, a criterio de algunos vecinos. Es una de las cuatro ciudades españolas que aspiran a la marca Cittá Slow; las otras son Pals y Begur, también en la Costa Brava, y Mungia, en Vizcaya. Cittá Slow es una red de ciudades que apuesta por desacelerar, reducir al mínimo la presencia de coches, recuperar la calle para el ciudadano y hacer la vida más fácil. Bra, una pequeña ciudad italiana, es el búnker de la corriente, pero ya hay más de 60 cittá slow en el mundo, y otras tantas están pujando por entrar.

Uno de los requisitos indispensables es tener menos de 55.000 habitantes. Además, las aspirantes deben hacer una apuesta fuerte por el pequeño comercio, la agricultura sostenible y las tradiciones locales. Deben contar con un sistema eficiente de depuración de aguas y una recogida diferenciada de basura. Pero lo más difícil, y es condición indispensable para plantar la bandera de Cittá Slow, es poner freno a la desmedida ambición urbanística que campa en todas partes. En Palafrugell esperan la visita de la comisión italiana que decidirá si dan la talla. ¿Los puntos débiles? “No se nos da del todo bien lo del reciclaje de residuos y falta implicación popular, pero no queremos quemar a la gente antes de tiempo”, explica Joan Aliu, concejal de Turismo, que cree que si consiguen la marca Cittá Slow tendrán más fuerza para animar a los vecinos. Aliu también reconoce una fuerte presión urbanística que habrá que parar. “Es un pueblo de costa donde no deja de crecer la venta de segundas residencias; lo mismo pasaba en Abbiategrasso, que está al lado de Milán, y allí han conseguido una ciudad tranquila”, explica animado. Abbiategrasso es una cittá slow italiana donde llegó Aliu en una autocaravana para comprobar las bondades del movimiento antes de importar la moda a la Costa Brava. Pero la norma en Palafrugell es clara: el litoral no se toca, caiga quien caiga. ¿Realmente es Palafrugell un remanso de paz y lentitud? Carmen es alicantina, pero ha vivido ocho años en el pueblo, y aunque dice que ella se siente “agobiada por los coches como en cualquier sitio”, reconoce que se cuidan algunas cosas. “En verano te daban una bolsa de tela en la panadería que llevabas cada día para no usar las de plástico. En la pescadería te dan puntos si llevas el aceite usado para reciclar; luego, con esos puntos te puedes llevar un carro de la compra. La gente lleva su capazo al mercado de frutas y verduras. A su niña de ocho años le enseñan en el colegio a reciclar el envoltorio del bocadillo”. En el pueblo esperan el veredicto de la comisión. “Antes eran muy estrictos, la selección la validaba una empresa; pero ahora lo importante es que vayas por el buen camino”. El concejal cree que “hay voluntad” para que los cuatro municipios españoles consigan la marca Cittá Slow. “Ellos saben qué somos y qué no somos”.

Cittá Slow es una de las secuelas de la rabieta que tuvo el cocinero Carlos Petrini cuando comprobó que los tentáculos del gigante McDonald’s llegaban al corazón de Roma, a la mismísima plaza de España. Al restaurador no le bastó con desbarrar contra la comida basura: organizó a su gente y fundó el movimiento Slow Food. Como colofón escogió a un caracol, símbolo por excelencia de la lentitud, como insignia de su rebeldía. Slow Food cuenta con más de 100.000 seguidores en 50 países, España entre ellos. Sus miembros se reúnen para disfrutar de lentas y largas cenas elaboradas según las recetas tradicionales, sin saltarse un paso de los rituales culinarios y, si es posible, regadas con un buen vino y una charla tranquila, sin prisas. “Nos gusta comer bien, la comida bien guisada”, admite Pascual Moreno, ingeniero agrónomo de una convivium en Valencia. No niega el ramalazo hedonista del movimiento y lo justifica de manera muy convincente: “La gente ha perdido el sentido del gusto, lo veo cuando organizo catas de queso en la universidad. Le das a un chico joven un queso buenísimo y resulta que le gusta más el de plástico”. Pero Slow Food tiene otra cara, si se quiere más madura, de protección de las especies y de la biodiversidad. Han creado el sello Baluarte para salvar tesoros que están a punto de desaparecer. Pascual descubrió en un mercado de pueblo un bote de tomate conservado en aceite con hierbas aromáticas: lo fabricaban dos hermanos que sumaban 150 años entre los dos.

El bote de tomate terminó en El Arca del Gusto, una especie de tribunal del sabor con sede en Italia y creado por Slow Food, que tiene la última palabra. Si merece la pena conservar la tradición culinaria, el tomate de los abuelos se salvará; si no, se mantendrá hasta que ellos lo puedan seguir fabricando. Así se ha recuperado el azafrán del Jiloca, del que sólo quedaban 1,5 hectáreas cultivadas y que se usaba todavía como moneda de cambio en los matrimonios; una manzana valenciana que en unos veinte años estaría en proceso de extinción; un moscatel de Sitges del que quedaban pocas hectáreas cuidadas por unas monjas; el cerdo vasco extacarri, o las alubias del Ganxet. “El límite para decidir que un producto es Baluarte es su calidad y que queden pocos productores”, señala Pascual.

Más de una vez, Amador Sánchez Bea ha hecho muchos kilómetros para probar un queso. Lo hace por amor a la buena mesa. Por supuesto, fue de los primeros españoles en apuntarse al Slow Food. ¿Qué hay que hacer cuando un queso te da buen feeling? “Probarlo. A veces hay sorpresas, pero normalmente los quesos no aparecen, los busco. Hay una documentación previa, y una vez que se me despierta la curiosidad los persigo por tiendas especializadas, ferias o viajes a su lugar de origen. Hay muchos quesos que no se comercializan fuera de su territorio”.

Contrario a lo que mucha gente cree, los adeptos a esta corriente no son fundamentalistas ni antimicroondas. La mayoría tiene un trabajo, cumple un horario laboral y no puede darse el lujo de bajarse del carro, pero sí de parar de vez en cuando. “No somos tan ilusos para creer que se puede cocinar como en el siglo pasado; se puede comer lentamente y muy mal, y deprisa y muy bien”, tercia Juan Bureo, presidente de Slow Food en España. Pascual Moreno cree que estas corrientes son y serán minoritarias. “No sólo porque una cena pueda ser más o menos cara, sino porque todo esto entra en contradicción con la filosofía del sándwich, con la comida precocinada que te comes mirando la tele sin saber qué comes ni con quién”. Un acto que para los seguidores del Slow Food está más cerca de repostar que de comer.

Fuera del núcleo duro de los militantes antiprisas, de forma intuitiva alguna gente se busca la vida y se sale de la dictadura del reloj como puede. Los más radicales han vendido su piso y se han marchado al campo, unos a 15 kilómetros de la ciudad y otros a 50. Los hay que cultivan la huerta y los hay que se conforman con comprar en el mercado del pueblo y hacer una barbacoa en el porche. Hace siete años, Paco Ibáñez puso en marcha un sueño adolescente. Vendió su piso en Murcia y se compró una casa abandonada en el campo. Entre los placeres que le proporciona la vuelta al campo menciona “pisar el verde”, “encender la chimenea”, “ver la luna” y “cocer de vez en cuando una hogaza de pan en un horno de leña”. Aunque mantiene su trabajo en la ciudad y no come sólo de lo que da el campo, cultiva una pequeña huerta con tomates, acelgas y habichuelas.

Hasta en las más enloquecidas ciudades, la gente busca un respiro. En el centro de Tokio, con su ritmo trepidante y sus extensísimas jornadas laborales, se ha abierto el salón del buen sueño. Nada nuevo para nosotros. Los japoneses acaban de descubrir la siesta, y están dispuestos a pagar unos seis euros por echar una cabezadita de 20 o 30 minutos. En España, la cadena Masajes a Mil ofrece un servicio similar, con manta y masaje incluido, por cuatro euros. Ahora, en Estados Unidos llaman a nuestra siesta de toda la vida power nap, y viene avalada por los estudios del doctor James B. Maas, psicólogo de la Universidad de Cornell, que demostró que una siesta de 20 minutos aumentaba la productividad y reducía los errores y los accidentes en el trabajo. Desde entonces, empresas como Levi Strauss, Ben & Jerry o Mac World Magazine han estrenado sus nap lounges, unos salones en penumbra con sillones acondicionados para remolonear un poco después de la comida. Pero en España, donde hasta un alcalde en Plasencia (Cáceres) dictó un bando que obligaba a guardar silencio de tres a cinco, la siesta queda para los domingos. Sólo el 24% de los españoles sigue esa sana costumbre.

“Una consulta médica transcurre a una excesiva velocidad: cinco minutos por paciente. Se quedan demasiadas cosas en el tintero, posiblemente las más importantes”. Lo dice Rafael de Pablo, médico de familia y coordinador de la Plataforma Diez Minutos, un movimiento que reclama que el médico dedique a cada paciente, al menos, 10 minutos. Otro médico, Javier González Medel, lo explica de un modo muy ilustrativo: “Nadie te cuenta sus problemas importantes con el cronómetro detrás de la oreja. Convencer a alguien para que deje de fumar lleva tiempo, y quizá es lo mejor que puedes hacer por su salud”.

El cambio a marchas más bajas se ve muy claro en los gimnasios de las grandes ciudades. Hay cada vez menos público dispuesto a machacarse en la cinta. Los expertos lo definen como el tránsito del fitness al wellness, y en la realidad se traduce en el triunfo por goleada del yoga, las técnicas orientales, el pilates y los spa. Si en 2000 el 90% de las clases eran puro fitness, hoy sólo representan el 60% de la oferta de los gimnasios. La palabra wellness (bienestar) está presente y funciona como una promesa no escrita: “La gente viene a romper la realidad del día a día y quiere salir con una sensación de bienestar”, explica Juan Manuel Estévez, director técnico del centro Wellsport, en Madrid.

Casi 300.000 visitantes diarios tiene la web del Rincón del Vago (www.rincondelvago.com) en tiempos de exámenes. Según cuenta su creador, Javier Castellanos, la misión de su empresa es reunir apuntes, trabajos y todo lo que pueda ahorrar tiempo a su cliente-tipo: un estudiante de entre 16 y 23 años con cierta urgencia para entregar un trabajo. “La gente no está dispuesta a perder tiempo en hacer cosas que ya están hechas”.

Al movimiento gay también le ha salido un ejército de perezosos: los osos, que siguen la estética de la pereza. “Vamos en plan cómodo, llevamos los vaqueros rotos y nos gusta comer bien, ni dietas, ni gimnasios”, asegura Javier Vergara, al frente de MadBear, la asociación de osos de Madrid, creada hace seis años.

Es duro ser militante de la pereza 24 horas al día. Y no es eso lo que pretenden las corrientes antiprisas. “Yo no soy un fundamentalista de la lentitud, creo simplemente que necesitamos recuperar el arte del cambio de marchas. A veces la velocidad es necesaria y a veces la lentitud es la mejor política. Mi lucha no es contra la velocidad en sí misma, sino contra la adicción a la velocidad”, explica Carl Honoré, autor de Elogio de la lentitud, convencido de que somos muchos los que necesitamos “volver a conectar con nuestra tortuga interna”.

Los teóricos de la lentitud apuestan por impulsar un cambio de prioridades y conseguir que los bienes materiales sean menos importantes que contar con tiempo suficiente para disfrutar de la vida. “Mucha gente asume que bajar el ritmo quiere decir trabajar menos horas, ganar menos dinero y consumir menos. Ése puede ser el caso de algunos, pero no el de todo el mundo. Se puede ser más eficiente haciendo las cosas más despacio”, tercia Carl Honoré, y recuerda que los trabajadores con una mayor productividad por hora son los franceses, que han estado varios años con la semana de 35 horas. Del mismo argumento tira Ignacio Buquera, creador de la Comisión Nacional para la Racionalización de los Horarios Españoles: “España está a la cola de la productividad en Europa y somos los últimos que nos vamos de la oficina”. En su libro Tiempo al tiempo (Planeta, 2006) defiende la flexibilidad de horarios de entrada y salida y la puesta en práctica de la política de luces apagadas en las empresas. “La cultura de calentar la silla es un tema decimonónico; en el siglo XXI debe primar la eficiencia sobre la presencia”. Se trata de que en torno a las cinco de la tarde todo el mundo se vaya a su casa. “Muchos empresarios creen que vamos a por una reducción de la jornada laboral, pero hablamos de cumplir lo que ya está escrito en los convenios colectivos y que las horas que se pasen en las empresas sean productivas”.

Carl Honoré se concede una vez al día una pausa tecnológica, libre de móviles y ordenadores. “No se puede estar conectado todo el tiempo”. Curiosamente, la idea la copió de un gerente de la tecnológica IBM que lanzó un movimiento por el slow e-mail. Se trata de reducir las veces al día que revisamos nuestro buzón para ser, asegura, “más felices y más creativos”.

Carl ha conseguido superar el momento crítico del día: la hora de leer el cuento a su hijo. Ha dejado de usar reloj, pero, incluso antes de comenzar, tapa el despertador del cuarto del niño. “No quiero saber qué hora es”. Hace un año, mientras Carl preparaba sus maletas para un viaje, Benjamin le regaló una postal. “¿Para la buena suerte?”, preguntó Carl. “No, es por ser el que mejor cuenta los cuentos del mundo”.

Bigastro y el paraíso

Por Vicente Verdú

Bigastro es una pequeña localidad alicantina en la Vega Baja del Segura que, como todas sus vecinas, se encuentra asaltada por la máxima especulación. No cualquier especulación, sino una patología que ha multiplicado los habitantes de poblaciones vecinas por un 3.000 por 100 o más en un periodo de diez años.

Prácticamente ningún municipio en ese entorno dulce que llega hasta el mar ha quedado libre de los fabulosos campos de golf y su apretado cinturón de adosados que van trenzándose como una delirante expansión celular hasta cubrir zonas donde ya no existe nada de nada: ni mar, ni sierra, ni vegetación, ni monte que otear. Sencillamente crecen y se reproducen ofreciendo, a extranjeros especialmente, un modo de vida fuera del tiempo y el mundo. Los supermercados, las farmacias o los gimnasios se dirigen a esta población de jubilados británicos o alemanes que hallaron acaso en este clima alicantino, en sus comidas y en sus gentes el sitio ideal para desmaterializarse sin fin.

El fenómeno ha resultado ser tan importante que en muy poco tiempo ha logrado componer una tipología urbana impensada e insólita en el mapa de España. Bigastro y su huerta, el pueblo y su alcalde, Jorge Hernández, se alistaron el 19 de octubre pasado a la red de resistencia contra esta formación salvaje y desangelada que no sólo consternan el paisaje tradicional, sino que proyectan deterioros de todo orden –ecológicos y económicos– sobre todo el entorno.

Localidades españolas como Pals, Begur, Palafrugell, Munguía, Lekeitio, Rubielos de Mora, Bigastro y Pozo Alcón forman parte de esta red denominada de città-slow nacida en Italia hace unos diez años y en contra de la ciudad destructora, neurótica y especulativa.

La città-slow o ciudad lenta preconiza la vida vecinal, la degustación del tiempo y las funciones, la relación sosegada con los otros, la oposición al estrés y los apremios del progreso. Su grupo de coalición natural es el movimiento de la slowfood o comida lenta que defiende el valor cultural de los alimentos y el humanismo de la cocina natural.

Se calcula que habría en España 3.000 clases de tomates hace unos años, pero ahora sólo se consumen 12 especialidades; se registraron hasta 200 clases de perejiles en el pasado, y en la actualidad sólo se habla de un perejil. Enseñar a los niños a distinguir la buena lechuga de la guarnición en la hamburguesa, apreciar la carne sin hormonas, el pescado sin conservantes, el pollo sin proteínas o el auténtico aroma del azafrán forman parte del programa para crear prosélitos.

Una y otra organización celebran encuentros periódicos para fortalecerse o multiplicarse, y en sus estatutos se recalca el factor humano como sentido final de esta microutopía comunitaria. Aunque sus miembros, de profesiones muy dispares, son mucho menos angélicos de lo que pudiera creerse. En Bigastro, por ejemplo, la recuperación de la huerta abandonada por sus tradicionales agricultores se realiza mediante un canje de campo por edificabilidad. Los constructores son autorizados a levantar un ático más, fuera de los planes, a cambio de entregar una hectárea agrícola que formará parte de los llamados “huertos de ocio”, parcelas donde se ocupan gentes ahora mayores con sus nietos y quien pase por allí.

En el encuentro de Bigastro prestaron su adhesión unos 20 alcaldes de media docena de provincias españolas y algunos incluso acudieron a la sesión. En conjunto se trata de una menudencia si se compara con la necesidad de nutrición política para avanzar, pero ¿qué duda cabe que la tendencia social operará en su favor? ¿Quién no asentirá crecientemente a esta iniciativa que devuelve sentido a la lucha colectiva y personal?

Los manifiestos, los estatutos, el calendario de eventos, las maneras de anexionarse se encuentran en la red con sólo invocar las palabras mágicas del città-slow o slowfood. Todo el mundo entiende enseguida de qué se trata y quiénes pueden ser los enemigos. Las fuerzas enemigas que nos enferman y nos matan con la velocidad, el estrés, la comida basura, la aglomeración en viviendas sin arquitectura y sobre espacios informes, arrasados, sin identidad.

Breve Historia y Manifiesto de Città Slow

julio 21, 2007

El Monvimiento nació en Italia, en 1999, de la iniciativa de Paolo Saturnini, alcalde de Greve in Chianti, y de los alcaldes de las ciudades de Bra, Francesco Guida; Orvieto, Stefano Cimicchi y de Positano, Domenico Marrone, además de ser aprobado por Carlo Petrini, presidente de Slow Food, para ampliar la filosofía de Slow Food a municipios locales para acercarlos al concepto del buen vivir y para practicarlo en la vida cotidiana.

Hoy Città Slow forma una red de más de 100 municipios de todo el mundo basándose principalmente en unos estatutos que defienden la tranquilidad y la sostenibilidad como base de convivencia y de futuro.

MANIFIESTO DE CITTÀ SLOW-CARTA CONSTITUTIVA

El desarrollo de los municipios locales se basa, entre otras cosas, en la capacidad de convivir y reconocer una propia característica, de reencontrar una propia identidad, visible desde el exterior y vivido profundamente en el interior.

El fenómeno de la globalización, que en principio es una gran oportunidad de intercambio y de difusión, tiende sin embargo a allanar diferencias y a esconder las características peculiares de las singulares realidades. Está proponiendo modelos medianos que no pertenecen a nadie y que, inevitablemente, generan mediocridad.

Sin embargo se está divulgando una demanda distinta de nuevas soluciones que van en dirección de la investigación y la difusión de la excelencia, sin hacer de las mismas necesariamente un fenómeno de élite, más bien proponerlas como un hecho cultural y por lo tanto universal.

De ahí el éxito de los que han buscado su particularidad y la han dado a conocer al mundo. Las investigaciones sobre Slow Food (movimiento hermanado con Città Slow) sobre la calidad de vida a partir del buen gusto, han sido la razón de su propio éxito y su difusión a nivel internacional, y las ciudades que se han distinguido por esta actividad constituyen una red internacional de “Ciudades lentas” (Città Slow). Ellas deciden juntas el seguir experiencias comunes a partir de un código compartido de comportamientos concretos y verificables, ampliando la atención a la buena mesa, a la calidad de la acogida y de los servicios del tejido urbano.

Las Città Slow suscriben una serie de compromisos cuyo cumplimiento será verificado periódicamente y de manera homogénea en todas las ciudades adheridas en cualquier país de todos los continentes.

Las Città Slow son aquellas donde:

Se practica una política Medioambiental de mantenimiento y desarrollo de las características del territorio y del tejido urbano, revalorizando en primer lugar las técnicas de recuperación y de reutilización.
Se practica una política de infraestructuras que fomenta la revalorización del territorio y no su ocupación.
Se fomenta el uso de tecnologías que mejoran la calidad del Medioambiente y del tejido urbano.
Se incentivan la producción y el uso de productos alimentarios obtenidos a través de técnicas naturales y compatibles con el Medioambiente, con la exclusión de productos transgénicos, promoviendo donde sea necesario la institución de directorios para la protección y el desarrollo de producciones típicas en dificultades.
Se protegen las producciones autóctonas que tienen sus raíces en la cultura y en las tradiciones que contribuyen a la normalización del territorio, manteniendo los lugares y modos, promoviendo ocasiones y espacios privilegiados para el contacto directo entre consumidores y productores de calidad.
Se fomenta la calidad de la hospitalidad como momento de enlace real con la comunidad y con sus particularidades, apartando los obstáculos físicos y culturales que pueden perjudicar la plena y extensa utilización de los recursos de la ciudad.
Se promueve entre todos los ciudadanos, y no sólo entre los trabajadores, la conciencia de vivir en una Città Slow, con particular atención a los jóvenes y a las escuelas, a través de la introducción sistemática de la educación en el buen gusto.

Las ciudades que se adherirán al movimiento se comprometen:

A divulgar las iniciativas de las Città Slow y a comunicar las iniciativas adoptadas para conseguir los objetivos del movimiento.
A aplicar, respetando las particularidades locales, las decisiones compartidas por las Città Slow y a favorecer la verificación de las mismas por los encargados del movimiento según los parámetros acordados a base de la valoración del resultado de las iniciativas.
A contribuir, en la medida de la propia disponibilidad, a las iniciativas de interés general que puedan ser acordadas y a la coordinación del movimiento.

Las ciudades tendrán el derecho:

De adjuntar a su propia imagen el logo del movimiento, adornándose del título de Cittá Slow.
De conceder el uso del logo a todas las iniciativas y actividades públicas y privadas, que contribuyen a lograr los objetivos del movimiento.
De participar en la iniciativas que se tomarán dentro del movimiento, utilizando modelos y estructuras que serán acordadas.

La actividad del movimiento será dirigida por las asambleas anuales que decidirán:

Los objetivos del año y las líneas de trabajo, los parámetros de valoración y las estructuras necesarias para medirlos.
Las iniciativas de interés general y el presupuesto necesario, incluyendo aquel para las actividades de coordinación.
La formación de un comité de Coordinación de las actividades que incluirá los representantes de Slow Food y de las Ciudades promotoras y un número de representantes de las otras ciudades garantizando la representación de cada país.

Las asambleas anuales, que tendrán lugar cada vez en una ciudad diferente, serán la oportunidad para un debate, también técnico y científico, sobre los problemas de la calidad de vida en las ciudades y para la redacción de un informe sobre las Città Slow.

Orvieto( Italia), 15 de Octubre de 1999

Fuente: BIGASTRO

Sinfonía gris en Buenos Aires

julio 18, 2007

DIEGUEZ FRIDMAN ARQUITECTOS & ASOCIADOS

35.jpg
En un barrio residencial de la ciudad de Buenos Aires, el proyecto de este edificio
de departamentos busca incorporar a sus unidades distintos espacios, recorridos,
situaciones y detalles propios de la arquitectura de las viviendas unifamiliares.
Los ocho departamentos se organizan en dos niveles, siendo el estar el espacio
de doble altura que los vincula. La cocina, el lavadero y el comedor ocupan, junto
con el estar, la planta baja de los departamentos, mientras que los dormitorios
ocupan la planta superior. Tanto el estar como el dormitorio principal tienen
terrazas profundas que balconean una sobre otra y se cierran en el nivel superior
mediante un sistema de parasoles horizontales de vidrio. Esto transforma a la
fachada en un espacio intermedio entre el interior y el exterior, al aire libre pero
protegido del viento y de las vistas desde la planta baja.

Leer +

Fuente: SUMMA+

Slow cities and the slow movement

julio 17, 2007

tirandopavita.jpg

Fired by the success and support for Slow Food the Italians set about initiating the Slow Cities movement. Slow cities are characterised by a way of life that supports people to live slow. Traditions and traditional ways of doing things are valued. These cities stand up against the fast-lane, homogenised world so often seen in other cities throughout the world. Slow cities have less traffic, less noise, fewer crowds.

Towns in Italy have banded together to form an organization and call themselves the Slow Cities movement. In their zeal to help the world they have formed what amounts to a global organization that sets out to control which cities in the world can call themselves Slow Cities and which cannot. This is not a movement. Social movements are movements from the bottom from the community. The seachange movement, the organic movement, the vegetarian movement, the homeschooling movement, are examples of movements. No-one controls them. No-one assesses you to see if you are allowed to call yourself a seachanger or if you can say you are a vegetarian.

Yet, the Slow Cities movement – Citta Slow – holds the power to assess a city that wants to be called a slow city. Citta Slow have developed a:

Manifesto – setting out the underlying principles
Charter of Association – cities wanting to be granted the status of Slow Cities must sign this charter
A list of member cities
Plans for an annual gathering.
No town or city with more than 50,000 residents may apply to be called a

Slow City. The Slow City manifesto contains 55 pledges or criteria, grouped into six categories upon which cities are assessed; environmental policy, infrastructure, quality of urban fabric, encouragement of local produce and products, hospitality and community and Citta Slow awareness. To qualify to be called a Slow City and to use the snail logo, a city must be vetted and regularly checked by inspectors to make sure it is living up to the Slow City standard of conduct.

The principles of the Slow City movement are one we would like all cities no matter how big or small to live by. Hopefully the movement will continue and another grassroots slow city movement will operate in parallel whereby cities that cannot meet the strict criteria for one reason or another can still call themselves slow cities and continue to work towards sustainable living and the ethos of the slow movement.

Perhaps this new movement is already here. Check out slowlondon. As the site says: «Firstly, it is nothing new. There are people in cities all over the world who have found all sorts of ways to bring a sense of relaxation to places where it can often be stressful to live. slowlondon provides a place for these people to meet and share their ideas. On the other hand, there are many of us who are interested in finding out how to make commuting a pleasure rather than a chore….how to avoid fallling into bad habits at work just because everyone ele does it like that… how to reclaim time as the friend it really is.

«slowlondon hopes to provide inspiration and also support, because sometimes it requires a certain bravery to stand up and say no, there are other ways than this.

«The principles that underpin slowlondon apply to whichever city you live in. Some of the details may be different but on the whole, people all around the world face the same challenges.»

Fuente: SlowMovement

Slow living involves the conscious negotiation of the different temporalities which make up our everyday lives, deriving from a commitment to occupy time more attentively. 

Medellín’s Nonconformist Mayor Turns Blight to Beauty

julio 16, 2007

15medellin_rooftop.jpg

By SIMON ROMERO
MEDELLÍN, Colombia, July 11 — Dressed in jeans and a T-shirt, sporting three days’ growth of beard and unruly hair nearly down to his shoulders, Sergio Fajardo looks every bit the nonconformist mathematician who spent years attaining a doctorate at the University of Wisconsin.

But that was a past life for Mr. Fajardo, this city’s mayor and the son of one of its most famous architects. Now he presses forward with an unconventional political philosophy that has turned swaths of Medellín into dust-choked construction sites.

“Our most beautiful buildings,” said Mr. Fajardo, 51, “must be in our poorest areas.”

With that simple idea, Mr. Fajardo hired renowned architects to design an assemblage of luxurious libraries and other public buildings in this city’s most desperate slums. Their eccentric shapes — one resembles an immense blackened loaf of bread sliced in half — occupy areas where foot soldiers in Colombia’s cocaine wars once died by the thousands each year. But several years ago, residents here say, a tenuous peace was imposed by paramilitary drug traffickers who outfought their rivals.

Now, Medellín is no longer stymied by being described as the world’s deadliest city.

This city of about two million people had 29 homicides per 100,000 inhabitants in 2006, down from 381 per 100,000 when killings peaked in 1991.

Elected in 2003 as an independent, and riding a growing economy and this decline in violent crime, Mr. Fajardo has turned the city into a showcase for new educational and architectural projects.

He increased city spending on education, bringing it to 40 percent of Medellín’s annual budget of $900 million, while also raising spending on public transportation and microlending projects for small businesses. Five new libraries are at the center of his social policies, but Mr. Fajardo is also building a sprawling public science center and dozens of schools, and expanding public transportation by building cable cars up into the slums on the city’s hills. He contends the poor will develop the skills they need to compete through these investments in education and new public spaces, reflecting a faith in architecture to help achieve this goal.

“Fajardo is making a long-term wager by carving out a foothold for the state in areas that were neglected for years,” said Aldo Civico, who as director for the Center for International Conflict Resolution at Columbia University has done extensive fieldwork on Medellín’s violence. “You need to start a process of transformation somewhere.”

Many parts of Medellín remain far from idyllic. Police officers toting assault rifles and wearing combat fatigues still patrol many parts of the city. Downtown, just steps away from the elegant plaza filled with voluptuous sculptures by another native son, Fernando Botero, street children sniff glue out of plastic bags and snort cocaine. Some in Medellín whisper that Diego Fernando Murillo, the paramilitary warlord known as Don Berna, still controls much of the city from his cell in nearby Itagüí prison. Others say drug traffickers launder revenues into the construction boom in high-rise apartments and malls that is accompanying the mayor’s architectural reconfiguration.

And yet Mr. Fajardo’s transformation of Medellín has captivated the city and, increasingly, other parts of Colombia. His approval ratings stand at more than 80 percent, making him the country’s most popular mayor and leading him to be widely mentioned as a potential presidential candidate after his term ends this year.

“He is carrying out a redistribution of wealth without a discourse of rage,” said Héctor Abad Faciolince, a prominent novelist and political commentator here. “If Medellín cannot take these risks, then what place can?”

President Álvaro Uribe hails from Antioquia Province, which encompasses Medellín. He and Mr. Fajardo were schooled here by Benedictine priests. But Mr. Fajardo offers a departure from the staunchly conservative policies of Mr. Uribe, the Bush administration’s closest ally in South America.

15medellin_mayor.jpg

Mr. Fajardo, for instance, favors a debate over legalizing drugs, a somewhat maverick position in a nation that is the world’s largest cocaine exporter. And some personal decisions, like choosing to live with his companion, Lucrecia Ramírez (near the home of the archbishop here), have drawn criticism from Roman Catholic leaders.

Ms. Ramírez is a psychiatrist who prefers the title of “first woman” to “first lady” and leads efforts to bar underweight models from Medellín’s fashion shows. She also challenged beauty pageants through alternative contests that reward knowledge of science, literature and business.

Not everyone in Medellín, which despite its history in the drug trade is considered one of Colombia’s most culturally conservative cities, supports the projects carried out by either Ms. Ramírez or Mr. Fajardo. Old villas and trees are falling; critics say the new commercialized look resembles Miami or Caracas.

Some take jabs at his taste for expensive public works that resemble pyramids or massive abstract cubes.

“Fajardo is our pharaoh,” said Jaime Alonso Carvajal, a member of the Environmental Collective, a group that led raucous protests over the mayor’s decision to build pastel-colored pyramids along the median of a major avenue at a cost of nearly $500,000. “He is cementing over Medellín to turn us into a dust bowl.”

Mr. Fajardo says he welcomes such protests, viewing them as part of the creation of a city in which residents can intermingle anywhere regardless of their social or economic circumstances. “It is an advance for our society that people feel safe enough to say whatever they want about me in any part of this city,” he said during an interview while strolling through central Medellín. And as for the shapes, he said: “I’m still a mathematician. I love geometric forms.”

15medelin_view.jpg
The pièce de résistance of Mr. Fajardo’s strategy sits on a hill in Santo Domingo Savio, a sprawling slum that is home to 170,000 people. Visitors take the metro from downtown then connect to a new cable car system that swiftly transports them up into Santo Domingo. From there, they walk through hard-edged streets until reaching the Parque Biblioteca España, designed by Giancarlo Mazzanti. There, rising from cinderblock hovels, is a hulking rectangular structure that looks not unlike some medieval citadel and includes a library, auditorium, Internet rooms, day care center and an art gallery.

It strikes those who live in its shadow variously. Yasmin Henao, 30, a maid who lives with her husband and three children in a wooden shack with a view of the library, said she was hesitant to go inside. “I saw guards at the doors,” said Ms. Henao in an interview in her home. “I don’t know if it’s a place for me.”

A short stroll away, Jaime Quizeno, a mechanic, offered another assessment as dusk began to envelope the hillside. “It looks like an enormous cloud when it is illuminated at night,” said Mr. Quizeno, 63, smiling.

“Such a beautiful thing, right here with us,” he continued. “Who could have imagined that?”

Bogota’s urban happiness movement

julio 10, 2007

From living hell to living well: A radical campaign to return streets from cars to people in Colombia’s largest city is now a model for the world

penalosa-enr07pvg002w.jpg

CHARLES MONTGOMERY

On a clear, cloudless afternoon, Enrique Peñalosa, former mayor of Bogota, leaves his office early in order to pick up his 10-year-old son from school. As usual, he wears his black leather shoes and pinstriped trousers. As usual, he is joined by his two pistol-packing bodyguards. And, as usual, he travels not in the armoured SUV typical of most public figures in Colombia, but on a knobby-tired mountain bike.

Mr. Peñalosa pedals through the streets of Santa Barbara in Bogota’s well-to-do north side. He jumps curbs and potholes, riding one-handed, weaving across the pavement, barking into his cellphone with barely a thought for the city’s notoriously aggressive drivers.

On most days, this would be a radical and perhaps suicidal act. But today is special.

Ever since citizens voted to make it an annual affair in 2000, private cars have been banned entirely from this city of nearly eight million every Feb. 1. On Dia Sin Carro, Car Free Day, the roar of traffic subsides and the toxic haze thins. Buses are jam-packed and taxis hard to come by, but hundreds of thousands of people have followed Mr. Peñalosa’s example and hit the streets under their own steam.

“This is a learning experiment! We are realizing that we can live without cars!” Mr. Peñalosa bellows as he cruises across the southbound lanes of Avenida 19, pausing on the wide, park-like median. A flock of young women rolls up the median’s bike path, shouting, “Mayor! Mayor!” though it has been six years since Mr. Peñalosa left office (consecutive terms are constitutionally banned in Bogota) and he has only just begun his campaign to regain the mayor’s seat.

Car Free Day is just one of the ways that Mr. Peñalosa helped to transform a city once infamous for narco-terrorism, pollution and chaos into a globally lauded model of livability and urban renewal. His ideas are being adopted in cities across the developing world. They are also being championed by planners and politicians in North America, where Mr. Peñalosa has reinvigorated the debate about public space once championed by Jane Jacobs.

His policies may resemble environmentalism, but they are no such thing. Rather, they were driven by his conversion to hedonics, an economic philosophy whose proponents focus on fostering not economic growth but human happiness.

Proponents of hedonics, or happiness economics, have been gaining influence. London School of Economics professor Richard Layard, who wrote the seminal Happiness: Lessons from a New Science, was an adviser to Tony Blair’s first Labour government. Prof. Layard asserts that, contrary to the guiding principle of a century of economists, income is a poor measure of happiness. Economic growth in England and the U.S. in the past half-century hasn’t measurably increased life satisfaction.

So what makes societies happy? The past decade has seen an explosion in research aiming to answer that question, and there’s good news for people in places like Bogota: Feelings of well-being are determined as much by status and social connectedness as by income. Richer people are happier than poor people, but societies with wider income gaps are less happy on the whole. People who interact more with friends, family and neighbours are happier than those who don’t.

And what makes people most unhappy? Not work, but commuting to work.

These are the concepts that guided Mr. Peñalosa’s car-bashing campaign.

“There are a few things we can agree on about happiness,” he says. “You need to fulfill your potential as a human being. You need to walk. You need to be with other people. Most of all, you need to not feel inferior. When you talk about these things, designing a city can be a very powerful means to generate happiness.”

In the mid-1990s, Bogota was, citizens recall, un enfierno – a living hell. There were 3,363 murders in 1995 and nearly 1,400 traffic deaths. The city suffered from the cumulative effects of decades of civil war, but also from explosive population growth and a dearth of planning. Wealthy residents fenced off their local public parks. Drivers appropriated sidewalk space to park cars. The air rivalled Mexico City’s for pollution. Workers from the squalid shanties on the city’s south end spent as much as four hours every day commuting to and from Bogota’s wealthy north.

In 1997, a study by the Japanese International Co-operation Agency prescribed a vast network of elevated freeways to ease Bogota’s congestion. Like cities across the Third World, Bogota was looking to North American suburbs as a development model, even though only 20 per cent of people owned cars.

The tide changed with Mr. Peñalosa’s election in 1998.

“A city can be friendly to people or it can be friendly to cars, but it can’t be both,” the new mayor announced. He shelved the highway plans and poured the billions saved into parks, schools, libraries, bike routes and the world’s longest “pedestrian freeway.”

He increased gas taxes and prohibited car owners from driving during rush hour more than three times per week. He also handed over prime space on the city’s main arteries to the Transmilenio, a bus rapid-transit system based on that of Curitiba, Brazil.

Bogotans almost impeached their new mayor. Business owners were outraged. Yet by the end of his three-year term, Mr. Peñalosa was immensely popular and his reforms were being lauded for making Bogota remarkably fairer, more tolerable and more efficient.

Moreover, by shifting the budget away from private cars, Mr. Peñalosa was able to boost school enrolment by 30 per cent, build 1,200 parks, revitalize the core of the city and provide running water to hundreds of thousands of poor.

The shift was all the more radical in that it was not motivated by the populist socialism that has swept much of Latin America. Mr. Peñalosa, the son of a Colombian politician and businessman, studied economics at North Carolina’s Duke University. His first book shouted Capitalism: The Best Option. Yet even as he worked as a business management consultant, and later an economic adviser to the Colombian government, he began having doubts.

“I realized that we in the Third World are not going to catch up to the developed countries for two or three hundred years,” he recalls. “If we defined our success just in terms of income per capita, we would have to accept ourselves as second- or third-rate societies – as a bunch of losers – which is not exactly enticing for our young people. So we are forced to find another measure of success. I think the only real obvious measure of success is happiness.”

HAPPIER TOGETHER

Mr. Peñalosa offers an eager “ Como le va?” – how’s it going – to a pair of dust-caked labourers cruising past on the bike path. He is clearly campaigning: Every commute is a chance to remind Bogotans that their bike routes were his idea, and their parks his doing. But he is also a preacher spreading the word.

“See those guys? Before, cyclists were seen as just a nuisance. They were the poorest of the poor,” he says. “Now, they have respect. So bikeways are important … [because] they show that a citizen on a $30 bike is equally important to someone driving in a $30,000 car.”

This principle of equity led him to hand road space over to public transit and pedestrian areas – a way of making private space public again.

University of British Columbia professor emeritus John Helliwell, who studies economics and human well-being, sees added value in such measures. “When you get data on people’s life satisfaction, and you try and explain the differences, the variables that jump right out at you relate to the trustworthiness of the environment that people are living in. How much can they trust strangers? How well can they trust people in the neighbourhood? How trustworthy are the police? The more positive answers people give on these questions, the happier they are,” Prof. Helliwell says.

“So what do you need to do to establish these higher levels of trust? It turns out that frequency of positive interaction is the key.”

Public spaces that bring people together in congenial activity produce happier citizens than those – like traffic jams – that spur animosity and aggression, Prof. Helliwell says.

By linking the economics of happiness to urban design, Mr. Peñalosa really does seem to have made Bogotans happier. The murder rate fell by an astounding 40 per cent during his term and has continued to fall ever since. So have the number of traffic deaths. Traffic moves three times faster now during rush hour. And the changes seem to have transformed how people feel.

“The perception of the city has changed,” says Ricardo Montezuma, an urbanist at the National University of Colombia. “Twelve years ago, 80 per cent of us were completely pessimistic about our future. Now, it’s the opposite. Most of us are optimistic,” he says, referring to Gallup polls.

“Why is this important? Because in a big way a city is really just the sum of what people think about it. The city is a subjective thing.”

Bogotans don’t give Mr. Peñalosa all the credit. Every Sunday since the 1970s, Bogota has blocked off its major roads so that citizens can jog, walk or bike in safety. These ciclovia days transform the avenidas into vast, linear parks, where more than two million Bogotans come to play, picnic, do aerobics and eat sweet arepa bread from mobile vendors. A generation has grown up knowing streets can change.

But people have changed too. Mr. Peñalosa’s unorthodox predecessor, Antanus Mockus, is credited with building a new culture of citizenship. The former philosophy professor hired mimes to make fun of bad drivers. He sent actors dressed as monks into the streets to encourage people to think about noise pollution. He gave out thousands of coloured cards – the kind referees use in soccer games – so people could express their disproval of others’ driving.

Mr. Mockus convinced Bogotans it was their duty to take care of each other. Inspired by his anti-corruption campaign and message of citizenship, 63,000 families volunteered to pay 10 per cent more than their assessed property tax. By the end of his term, tax revenues had tripled.

He had prepared Bogotans for Mr. Peñalosa’s infrastructure changes, which required people to make sacrifices for the general good.

The best place to see these ideas translated into urban design is Bogota’s hardscrabble south side, where about 80,000 migrants – mostly refugees from Colombia’s civil war – arrive seeking shelter every year. Few of the streets are paved here, but a pedestrian-only avenue intersects the red brick slums of Ciudad de Cali.

This is where 19-year-old Fabien Gonzales joins the commuting throng just after sunrise en route to his job as a cashier at the Home Center on Bogota’s north end. Mr. Gonzales takes home about $238 a month and, like most of his neighbours, uses feet, bike and bus to get to work.

He cruises down one of Mr. Peñalosa’s ciclorutas on a silver mountain bike, to the Portal de las Americas, a transportation hub linking bike paths and pedestrian roads with the Transmilenio rapid-bus network. The station is surrounded by broad plazas and lawns, where people linger over hot chocolate as the sun creeps up over the Andes.

He locks his bike and pushes onto a northbound express. “Before the Transmilenio,” he says, “I had to leave home two hours before starting work. Now, it takes me 45 minutes.”

The Transmilenio is a distillation of Mr. Peñalosa’s philosophy on well-being. It also happens to turn everything most North Americans think about transit on its head. It functions much like an urban metro, combining stylish stations, fast boarding and express routes. It moves more people than many urban rail-transit systems for a small fraction of the construction cost.

“Many cities talk about building transit. We didn’t want a transit project, but a mobility project. We wanted to move people,” says Angelica Castro Rodriguez, general manager of the public-private alliance that runs the service.

The Transmilenio also reduces Bogota’s carbon dioxide emissions by nearly 250,000 tons a year. It’s the first transport system to be accredited under Kyoto’s Clean Development Plan.

But for Mr. Peñalosa, the key is that it seizes road space from other vehicles. “We are constructing democracy with our bus system. Remember, 80 per cent of Bogotans don’t own cars. For them, every day is car-free day. This busway, unlike a subway, shows that public transport has priority over private interests.”

Every week, Bogota hosts delegations from cities around the world looking for solutions to their growing pains.

“Before Peñalosa, mayors were terrified to take on the issue of auto-dominated public space, for fear that motorists would rebel politically,” says Walter Hook of New York’s Institute for Transportation and Development Policy (ITDP).

“But he not only challenged auto dependency, he succeeded politically. He’s given other politicians the courage to follow. And other mayors have realized that they can’t build their way out of congestion.”

The ITDP now funds Mr. Peñalosa’s efforts to bring his post-car message around the world. Jakarta, Beijing and Mexico City have handed over road space to bus rapid-transit systems and more are being built in Delhi, Seoul and Johannesburg.

PEDESTRIAN BROADWAY?

Mr. Peñalosa’s solutions may work in the developing world, but is North America ready for his happy revolution?

Consider the advice he gave to planners in Los Angeles last year: Let traffic and congestion become so unbearable that drivers voluntarily abandon their car habits. And when Manhattan held a conference in October asking for a prescription for the gridlocked streets of New York, Mr. Peñalosa cheerily suggested banning cars entirely from Broadway.

“He got a standing ovation,” observed an astounded Deputy Borough President Rose Pierre-Louis. New York is now considering charging drivers to enter Manhattan.

Mr. Peñalosa was also given a hero’s welcome by hundreds of cheering urbanists, planners and politicians at last summer’s World Urban Forum in Vancouver. Stuart Ramsey, a B.C. transportation engineer, suggested it was because the Colombian had gone ahead and done what they had all been talking about for years.

“Bogota has demonstrated that it is possible to make dramatic change to how we move around in our cities in a very short time frame,” Mr. Ramsey said afterward. “It’s simply a matter of choosing to do so.

“We could improve our air quality and dramatically reduce our emissions any time we want. It’s easy to do. All it would take is a can of paint and you’d have dedicated bus lanes. It doesn’t require huge amounts of money. It simply requires a choice.”

The fact that the people who plan and build the world’s urban areas should applaud an attack on private cars suggests that cities may be on the verge of a massive change. Yet Mr. Peñalosa points out that North American cities may face a much bigger challenge than poor cities like Bogota. For one thing, we have already spent billions wrapping ourselves in freeways.

“Transportation is a problem that gets worse the richer societies become,” he says. “The 20th century was a disaster for cities. And the most dynamic economies produced the worst cities of all. I’m talking about the U.S. of course – Atlanta, Phoenix, Miami, cities totally dominated by private cars.”

In Canada, commuters are discovering that the highways that brought us suburbia are no longer getting us to work so quickly. From 1992 to 2005, the average commute time in Canadian cities rose to 63 minutes from 54.

This is bad news for happiness. Recent studies on life satisfaction show that commuting makes people more unhappy than anything else in life. (It is, apparently, the opposite of sex.) Commuting also happens to rob us of time for family and friends.

In a 2004 study of German commuters, psychologists found that the longer people spent getting to work, the lower their general life satisfaction tended to be. The malaise brought on by commuting was not being balanced by work satisfaction or higher income.

If commuting makes us so unhappy, why do North Americans keep buying houses in distant suburbs? Harvard University psychologist Daniel Gilbert suggests that it is because humans are just not very good at predicting what will make us happy.

“When we make predictions about happiness, we typically fail to consider adaptation – the process by which the brain gets used to things,” explains Prof. Gilbert, author of Stumbling on Happiness. “It is much easier to adapt to things that stay constant than to things that change.

“So we adapt quickly to the joy of a larger house in the suburbs because the house is exactly the same size every time we come in the front door. But we find it difficult to adapt to commuting by car because every day is a slightly new form of misery, with different people honking at us, different intersections jammed with accidents, different problems with weather, and so on.”

So the misery of the long commute will almost always trump the happiness of that spacious den, Prof. Gilbert says.

The only major Canadian city where commute times didn’t shoot up in the past decade was freeway-free Vancouver, where the city stopped adding road capacity in 1997 and has been aggressively “traffic-calming” ever since.

Thanks to the city’s decision to develop dense new neighbourhoods near the downtown core, almost two-thirds of journeys made around downtown are done on foot, by bike or on transit. Aside from cutting carbon emissions, this kind of commuting also boosts feelings of connectedness and public trust, according to UBC’s Prof. Helliwell.

In terms of happiness, then, Canada’s big-city mayors are on track when they press the federal government for a national transit strategy. But Bogota suggests the secret may lie not in the megaprojects favoured by ribbon-cutting politicians, but in cheaper options that move more people.

The Toronto Transit Commission wasn’t crazy about Prime Minister Stephen Harper’s announcement of an 8.7-kilometre extension of the Spadina subway line, for example, because the same $2-billion could have bought 47 km of light-rail line instead.

Still, Bogotans are not necessarily better than Canadians at predicting what will make them happy. In 1996, when traffic congestion was considered the city’s biggest problem, they voted against auto restrictions. It took courage – and, some say, arrogance – for Mr. Peñalosa to ignore the polls.

By 2001, the measures and the mayor were wildly popular. Citizens voted to ban cars entirely during rush hour by 2015. And if, as polls suggest, they re-elect Mr. Peñalosa this October, the war on cars will escalate.

“We’re lucky in the developing world,” Mr. Peñalosa says as we roll up to his son’s school. “We haven’t had the money to build all those freeways. We are growing quickly, but we still have a chance to build our cities properly, to avoid the mistakes made in North America.”

Children pour out of the school’s iron gates, Mr. Peñalosa’s own son, Martin, among them. The boy carries a helmet and wheels a miniature version of his father’s bike. The two wobble their way along Avenida 19’s cicloruta, veering into the grass on either side of the path.

The median feels like a park, filled with children, suited businessmen, fast-food cashiers, the wealthy and the poor, strolling or rolling home together. On the whole, they do seem quite happy.

The scene reflects the city, a place that is more than the sum of its concrete, more than a set of efficiencies to maximize and so much more than a machine for creating wealth. It is, Mr. Peñalosa says, a means to a way of life.

Fuente: The Globe and Mail